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5 Di muchas vueltas por Monongahela
El gran mito destructivo del siglo XX fue el agresivo punto de vista de que un niño no podía crecer correctamente en las únicas circunstancias de su propia familia. Para evitar que usted acabe de leer este ensayo con la sensación de que podría haber estado bien que mi familia influyera en mi desarrollo tan intensamente, pero que para muchos niños con peores familias eso simplemente no funcionaría, fije su atención un minuto en los aspectos menos atractivos de los míos, tal como podrían haber sido vistos a través de los ojos de los servicios sociales. Ambos pares de abuelos, así como mi madre y mi padre estaban seriamente distanciados entre sí, los hombres de las mujeres y viceversa.
Por parte de los Zimmer, la bebida en cantidad y los temperamentos alemán e irlandés condujeron a un conflicto tras otro, conflictos a los que mi hermana y yo estuvimos completamente expuestos. De niños crecimos como malas hierbas, corriendo por todo el pueblo, incluyendo sus lugares más peligrosos, no teníamos toque de queda eficaz y tendíamos al exceso en todo. ¿Olvidé mencionar los tacos continuos? De acuerdo con los criterios de última hora de la gran ciudad, mi familia rozó más de una vez el límite de la disolución familiar ordenada por los tribunales.
Como un número sustancial de familias con las que trabajé productivamente como profesor tenían informes de antecedentes similares a los míos según los criterios de higiene social, quiero ofrecerle mis años de Monongahela como estudio de cómo una familia menos que ideal según los criterios de la asistencia social enseña coraje, amor, deber, confianza en uno mismo; puede despertar la curiosidad y el asombro; puede ser un laboratorio de pensamiento independiente, de identidad bien arraigada y sentimientos comunitarios; y puede crecer en la memoria como una amada acompañante incluso si está compuesta por espíritus.
La misma ciudad de Monongahela se ofrece como un estudio de tipo diferente, que muestra el poder de lugares corrientes de retornar lealtad al animar los más diminutos detalles de la existencia. La ciudad es un personaje principal en mi historia personal, un genius loci que interactúa con mi desarrollo como profesor. Creo que invertí una cantidad extrema de esfuerzo en la presencia física de mis aulas porque la presencia física de mi pueblo nunca me abandonó después de que me alejara de él. Quería el mismo tipo de aliado para mis chicos.
Gary Snyder dijo una vez: «De todas las filiaciones con las que nos identificamos, la más olvidada y que tiene el mayor potencial para curar es el lugar». La rabia silenciosa que sentí al llevar el apellido de una minoría entonces socialmente devaluada; los múltiples motivos de queja que sentí ocasionalmente contra mis padres por estar en una casa dividida, contra mi hermana por hacerse una extraña para mí, contra mi padre por alejarse de forma que crecí con sólo un conocimiento distante entre nosotros; el desconcierto que sentí por tener que sentarme cada noche a cenar con abuelos que no se habían hablado entre sí durante quince años y que necesitaban que yo actuara como intermediario; el agravamiento de este desconcierto cuando descubrí que mi abuelo italiano había sido enterrado en una tumba sin nombre, quizás por haber tenido una amante; la absoluta división geográfica y cultural entre la familia de madre y la de padre; el fantástico abismo entre el expresivo idioma de los alemanes, que trataba la rabia y la violencia como si fueran normales, y la gente de papá, la quintaesencia de la racionalidad decorosa; la absoluta incapacidad de madre de afrontar todas las exigencias de su madurez, y sin embargo su valor edificante cuando sus principios eran cuestionados: todo esto conllevaba una niñez excitante, agitada e incluso peligrosa. ¿Cree usted que yo hubiera estado mejor en una familia adoptiva? ¿Lo están otros? ¿Está usted loco?
Lo que me permitió dar sentido a las cosas en contra del caleidoscopio de esas dinámicas personales fue esa ciudad y su río, dos constantes de las que dependía. Era suficiente. Sobreviví, incluso llegué a prosperar por mi pertenencia a Monongahela, la irreductible, inclasificable y asistemática población de mi juventud, tan diferente de las neopoblaciones del trabajo social.
Todos los habitantes de la población tenían un papel: las iridiscentes libélulas del río, el murmullo de los tranvías, los prehistóricos trenes de carga, el esplendor de los barcos de ruedas de paletas, las galletas a granel y el queso y carne sin cortar antes de la compra, mujeres con vestidos descoloridos de algodón para ir por casa que se desenvolvían con porte y dignidad a pesar de todo, hombres que juraban constantemente y escupían enormes masas compactas de mucosidad a las aceras, trabajadores del acero que se tomaban cualquier insulto como mortal y revolvían el pelo de un chico porque era el «sobrino de Zim».
Di muchas vueltas por Monongahela en busca de cosas y gente, y las iba probando. Se aprende mucho de ser vago. Aprendí a pescar de esa forma, a defenderme por mí mismo, a asumir riesgos al descender a una mina de carbón abandonada al otro lado del río, llena de extraña maquinaria y agua negra: un mundo primitivo sin nadie por allí para decirme que tuviera cuidado. Aprendí a aceptar las críticas sin huir, a observar a hombres y mujeres duros revelándose a sí mismos a través de sus elecciones. Limpiaba la imprenta de Pappy cada día, tras cerrar, por una moneda de cincuenta centavos St. Gaudens de la Libertad caminando, la más bella moneda norteamericana jamás hecha. Vendía ejemplares del Sun-Telegraph y Post-Gazette en la esquina de la Segunda con la Principal por un beneficio de un centavo por periódico. Tenía una caseta de venta de refrescos los días calurosos de verano en la Principal y Cuarta.
¿No debería preguntarse por qué su hijo o hija necesita saber todo sobre Irak o sobre lenguaje de ordenador antes de que pueda decirle el nombre de cada árbol, planta y pájaro del otro lado de su ventana? ¿Qué les pasará cuando con sus altas puntuaciones en los tests estandarizados descubran que no saben freír un huevo, coser un botón, unir cosas, construir una casa, pilotar una barca, ir a caballo, limpiar un pescado, poner un clavo o generar vida y criarla? ¿Cree que otros hagan por uno esas cosas es lo mismo? Entonces es usted necio. ¿Por qué coopera en el juego de la escolarización obligatoria cuando hace a los niños inútiles para sí mismos como adultos, apenas capaces de atar sus propios zapatos?
Aprendí a disfrutar mi propia compañía en Monongahela, a sentirme cómodo con cualquiera, a depositar mi confianza en cualidades personales antes que en gradaciones estadísticas. ¿Algo más? Bueno, aprendí a amar allí.
Justo al otro lado del puente sobre el río y sobre la colina del río había una granja en campo abierto, y cualquiera podía caminar hasta allí en treinta minutos. Todo el mundo era bienvenido, niños incluidos. Los granjeros nunca se quejaban. Madre llevaba a pasear a Joanie y a mí por allí por la mañana temprano, cuando la niebla salía del río. Cuando ella tenía sesenta y dos años, le escribí intentando explicar lo que intento explicar ahora, cómo su ciudad me había dado los fundamentos sobre los que levantar una vida:
Mis mejores profesores en Monongahela fueron Frank Pizzica, el gran apostador vendedor de coches; el viejo señor Marcus, el boticario más sabio que un médico; Binks McGregor, vendedor de camisas psicólogo; y Bill Pulaski, el alcalde amante de la diversión. Todos entenderían que necesitamos estar contratando diferentes tipos de gente para que nos enseñen, gente que se ha puesto a prueba a sí misma en la vida soportando su dolor como espíritus libres. A nadie se le debería permitir enseñar hasta que no tuviera cuarenta años. A nadie se le debería dejar en cualquier lugar cerca de los niños sin haber conocido el pesar, el desafío, el éxito, el fracaso y la tristeza.
Deberíamos invitar a hombres y mujeres que han sacado familias adelante a enseñar, hombres y mujeres mayores que sepan el cómo y por qué de las cosas. Millones de personas jubiladas serían excelentes maestros. Los títulos universitarios no son una buena forma de contratar a nadie para hacer nada. Llegar a enseñar debería ser una recompensa por demostrar a lo largo de un gran período de tiempo que se entiende y se tiene dominio de la propia mente y corazón.
Y se debería tener que vivir cerca de la escuela donde se enseña. Tuve algunos maestros excéntricos en Monongahela, pero no hubo ni uno solo que no viviera cerca de mí como vecino. Todos existieron como personajes con una historia perfilada en un centenar de informales bibliotecas mentales, como la biblioteca que tenía mi abuela de sus vecinos.
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© 2007 de la traducción, Juan Leseduarte