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8 El carbón da el golpe de gracia
La democracia que surge espontáneamente cuando la gente está en pie de igualdad se acabó con la llegada de las locomotoras de vapor que funcionaban con carbón. Antes de los ferrocarriles, la producción estaba descentralizada y dispersa entre una miríada de artesanos locales. Era producción a pequeña escala, principalmente con materias primas locales, por y para la gente local. Como los vehículos arrastrados por caballos no podían confiar con seguridad en hacer treinta millas al día, la meteorología era siempre una realidad vital en ese tipo de transporte. Barro, nieve, arroyos inundados que durante el verano se transformaban en cursos secos de agua, todo eran fuerzas que hacían dirigir a la gente al interior, donde crearon vidas de profundo carácter local.
En la costa era diferente. Allí, el comercio era internacional, y grandes familias comerciantes acumularon grandes cantidades de capital, pero la producción aún no estaba centralizada en fábricas. La presión del capital ocioso, sin embargo, anunciaba cada vez más que algo llegaría para poner finalmente este dinero en movimiento. Por lo demás, era un mundo en el que cada uno era algún tipo de productor o un comerciante, animador, maestro de escuela, leñador, pescador, carnicero, panadero, herrero, pastor. Pocos productores hacían las decisiones económicas y determinaban el ritmo de trabajo. Los clientes finales eran amigos y vecinos.
A medida que evolucionó la producción en masa, el trabajo de producción fue descompuesto en pequeñas partes. En vez de acabar cosas, un trabajador hacía la misma tarea una y otra vez. Dividir el trabajo de esta forma permitía que fuera mecanizado, lo que implicaba un asombroso y desacostumbrado control de tiempo. Los seres humanos trabajaban ahora al ritmo de la máquina, no al revés, y el ritmo de la máquina estaba regulado por un jefe que ya no compartía la tarea física. ¿Se podría regular el aprendizaje en la escuela de la misma forma? La idea era demasiado prometedora como para que se quedara sin ensayar.
Los trabajadores en el espacio de producción en masa están encerrados estrechamente juntos en una burla de la sociabilidad, igual como iban a estar los niños. La división del trabajo redujo el significado del trabajo para los empleados. Sólo los jefes entendían completamente lo que sucedía. La estrecha supervisión significaba pérdida radical de libertad respecto a lo que se había conocido antes. Ahora el conocimiento de cómo hacer el trabajo importante pasó de la posesión local a las manos de unos pocos amos y jefes.
Los baratos bienes fabricados arruinaron a los artesanos. Y como en respuesta a oraciones de un capitalista, la población explotó en las naciones productoras de carbón, garantizando mano de obra cada vez más barata a medida que progresaba la Era del Carbón. La población de Gran Bretaña creció sólo el 15 por ciento desde 1651 a 1800, pero creció trece veces más rápido en el siglo del vapor siguiente. La población de Alemania creció el 300 por ciento, los Estados Unidos el 1700 por ciento. Era como si al ser despojada de otras formas de significado personal, la gente se volviera a la construcción de la familia por consuelo, como evidencia de que estaban realmente vivos. En 1913, la minería del carbón proporcionaba empleo a uno de cada diez asalariados de los Estados Unidos.
La realización de la red nacional de ferrocarril permitió el auge de comunidades de empresas y banca con lazos en cada apeadero y área de oportunidad, incrementando la concentración de capital en fondos comunes y trusts. «Toda la nación se ha convertido en un estrecho vecindario», dijo un empresario en 1888. La invención y dominio del poder del vapor precipitó la mayor revolución económica de los tiempos modernos. Nuevas formas de poder necesitaban organización a gran escala y un grado de coordinación y planificación centralizada no soñada en las sociedades occidentales desde el Egipto de Ramsés.
A medida que las consecuencias del carbón se introdujeron en la imaginación nacional, los patronos vieron cada vez más que el sistema inglés de clases proporcionaba precisamente la eficiencia exigida por la lógica de la mecanización: todo el mundo en su lugar en el orden. La locura de la democracia jacksoniana por otro lado, la irracionalidad del localismo sureño, la tradición de la pequeña empresa, todo eso tenía que ser superado.
La realización del producto final de un sistema económico de producción en masa con gestores y un orden social ordenado pareció justificar cualquier agravio, cualquier sufrimiento. En los años del siglo XIX, capitalistas británicos, bolsillos llenos con los privilegios reales de anteriores décadas industriales y que reaccionaban contra el malestar social en Gran Bretaña y el continente, intensificaron sus inversiones en los Estados Unidos, llevando sus coronas, libras y chelines, una conciencia política y filosofía social que algunos norteamericanos pensaban que habían sido desterradas para siempre de estas orillas.
A medida que las consecuencias del carbón se introdujeron en la imaginación nacional, los patronos vieron cada vez más que el sistema inglés de clases proporcionaba precisamente la eficiencia exigida por la lógica de la mecanización: todo el mundo en su lugar en el orden. La locura de la democracia jacksoniana por otro lado, la irracionalidad del localismo sureño, la tradición de la pequeña empresa, todo eso tenía que ser superado.
La realización del producto final de un sistema económico de producción en masa con gestores y un orden social ordenado pareció justificar cualquier agravio, cualquier sufrimiento. En los años del siglo XIX, capitalistas británicos, bolsillos llenos con los privilegios reales de anteriores décadas industriales y que reaccionaban contra el malestar social en Gran Bretaña y el continente, intensificaron sus inversiones en los Estados Unidos, llevando sus coronas, libras y chelines, una conciencia política y filosofía social que algunos norteamericanos pensaban que habían sido desterradas para siempre de estas orillas.
Estos nuevos colonizadores trajeron el mensaje de que tenía que haber solidaridad social entre las clases superiores para que el capital funcionara. El capital financiero era la máquina maestra que activaba al resto de la maquinaria. El capital tenía que ser amasado en pocas manos para ser bien usado, y amasar capital no era posible a menos que se filtrara un gran grado de confianza en la sociedad de capitalistas. Eso significaba vivir juntos, compartir las mismas creencias filosóficas sobre las grandes cuestiones, casarse entre las propias familias, mantener una distancia de la gente corriente, que ciertamente tenía que ser maltratada de cuando en cuando por exigencias de la economía liberal. El mayor servicio que Edith Wharton, Henry James, William Dean Howells y algunos otros escritores hicieron por la historia fue hacer la crónica de esta retirada del capital a un mundo privado como eje de un nuevo sistema.
De momento, sin embargo, sólo es importante ver lo recíprocas que realmente son las demandas de industrialización y las demandas de ostentación. No es tanto que la gente que se estaba enriqueciendo comenzara a desdeñar a sus vecinos ordinarios como que este desdén fuera una parte entera del proceso de construcción de la riqueza. El desdén dentro del grupo por otros construye un espíritu de equipo entre varios que van en pos de la riqueza. Sin tal espíritu, el capital apenas podría existir en una forma estable, porque los grandes negocios y agencias centralizados no podían sobrevivir sin una sociedad de ayuda mutua de consejos de administración entrelazados que actúan de hecho para contener a la competencia.
Si este proceso de separación y refinado de material humano tuvo alguna influencia importante en la forma y propósito de la escolarización obligatoria, es algo que le dejo a su propio criterio. Depende de usted decidir si lo que Engels calificó como la contradicción entre el carácter social de la producción y su control por unos pocos individuos fue magnificado en los Estados Unidos por la creación de una clase directiva nacional. Eso sucedió en un breve lapso de tiempo en el último cuarto del siglo XIX.
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© 2007 de la traducción, Juan Leseduarte